Dulcinea ha muerto

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Siempre quise ver en don Quijote lo que acaso nunca Cervantes quiso ver: un alma errante, un cuerpo vacío cuando se le despoja de todo bien, un soldado de la vida.

Caía la tarde cuando, juntos como pocas veces nos habíamos encontrado, me instasteis a narrar un final para don Quijote y, paraPlantaUnsplash complicarlo más, proponer una moraleja. Aún no sabiendo si conseguiría algo de valor, comencé:

Allí a lo lejos, una figura, una triste figura, se doblega sobre sí misma. 

Esta luz de la Mancha tiñe de oro su armadura. Qué triste semblante.

Mas, ¿quién es el que acompaña, afligiéndose del dolor del compañero? Señor y escudero o… Nada.

Ya los molinos, inmundos gigantes de antaño, movieron sus brazos por última vez y sus recios cuerpos en roca pura se tornaron.

Allí marchó don Quijote, no muerto, pero sí cuerdo. Su parado corazón hacía pedazos la sangre que, muerta, se helaba en sus venas.

Las figuras, lamentables como sombras errantes y oscuras en la noche, que no se distinguen sino es por los rayos de la luna penetrando entre los árboles -si alguno encuentra en su camino-, callan ensordeciendo al silencio.

¡Había muerto Dulcinea! Su bella Dulcinea del Toboso. Ya no era una mera labradora que encantó su alma con mentiras, encantos, hechizos… Es lo mismo, Él había quedado rendido a sus pies y sus palabras, ahora perdidas en las hondas cavidades de su garganta (quizá más abajo), eran puras, convencidas de su enamoramiento.

Quizá su Dulcinea nunca había vivido. Ya era lo mismo: importaba poco su vida, su muerte o su existencia.

Don Quijote, o simplemente Alonso Quijano, era un noctámbulo en la noche de ideas, amante y maestro, aventurero y cuerdo.

Pudo Montesinos en su cueva fantasmal otorgarle la inmortalidad… Su Dulcinea. ¿Y qué era de ella?, ¿dónde reposan sus… recuerdos? Era imposible que hubiera muerto cuando ella era, labradora encantada, dama virginal (¡qué más da!), quien arrancaba las lágrimas de un feroz caballero (pero ante todo enamorado)

– Señor – diría Sancho – se me ocurre a mí que podríamos parar a comer algo…

don-quixoteGUENTHER49– Sancho amigo, no he leído yo nunca en libro alguno de caballería que un caballero se dé a placeres terrenales, tales como la comida, cuando los pesares de la vida azotan los sentidos. – la siempre apacible y elocuente voz del sabio– Es, Sancho, aunque difícil de entender, más importante el sentimiento ideal. Quiero decir que en este día de verano con rumbo a… no sé dónde; sin aventuras de no sé yo qué tipo… me aflige su imagen, su recuerdo. Es hoy, querido Sancho, cuando el espíritu me gobierna, cuando conozco que Dulcinea no es más que una idea, una locura de la que me enamoré

– Pero señor, si…

– ¡No hay peros que valgan! Basta ya de creerme enamorado, de mentirme con encantamientos, aventuras y molinos.

Molinos, nada más. Don Quijote estaba enfermando y Sancho, su amigo, creía que se estaba volviendo loco.

Murió Dulcinea, reina del Toboso y del corazón quijotesco. Murió sin un beso suave que hubiera dado sentido a don Quijote. Lo arrastraba a la locura más mortal: la razón.

– Paremos un rato, señor. – insistiría Sancho– Está al morir el día. Mañana proseguiremos con los primeros rayos de sol. Descansemos un rato.

Palabras dignas de un don Quijote rejuvenecido. Palabras que retumbaron en el silencio de la Mancha.

Despojándose de su armadura, sin ayuda de Sancho, lavaba sus gastadas armas con sus lágrimas. Desnudo e inerme ante un mundo racional, Alonso Quijano recobra vida, muerto en tanto idealismo y encantamiento.

Dulcinea, Dulcinea, Dulcinea… se ha convertido en el puente de unión entre Alonso y Quijote. Ya a penas distingue a Rocinante y el rucio de Sancho se le antoja ajeno.

Recuesta su esbelta silueta (solo eso) en un árbol que tristemente la abraza. Sus manos temblorosas descansan sobre sus piernas, fláccidas, muertas. Ésta será la última vez que sus ojos, tristes, ahora, después de tanto tiempo abiertos, vean una puesta de sol tan hermosa. Sus mejillas se convierten en el camino por donde las lágrimas alcanzan su fin. Fin. ¿Quién vio jamás llorar a un caballero?

Duele respirar y el viento que lucha contra las hojas envuelve sus miembros. Cierra sus ojos y siente cómo su corazón reposa en las cavidades de su pecho, hinchado por un suspiro que rompe contra su boca cerrada. Como aquellas olas de aquel mar, ¿recuerdas, Sancho?

Sancho, dormido, sueña con ínsulas, reinos, glorias…

Y allí a lo lejos, en los vastos campos de la Mancha, descansan Señor y escudero o… Nada.

Don Quijote, quizá Alonso Quijano, despojado de todo, de todo lo que era suyo de verdad, se dejó caer sobre la tierra. MolinoFARROKH_BULSARASancho oyó el golpe.

– ¡Señor!, ¡Señor!

– Nada, Sancho amigo. Nada, Sancho bueno. Nada

– Pongámonos en marcha

– No, Sancho. Ya no hay nada que yo pueda hacer por estos campos. No, Sancho. Ha muerto Dulcinea y ya todo en mí está muerto. Sancho, hijo, ahora comprendo que no eran gigantes sino molinos, que la labradora no era Dulcinea…

– Sí, estaba encantada

– Los encantamientos no existen, solo existe vida o muerte, locura o cordura, cielo y tierra

La luna se dio por satisfecha y su luz, tan tenue, enfocó el semblante del dolido caballero, sin armas, abatido, cuerdo.

Cerró los ojos dejándose llevar por una música celestial, pastoril, que provenía de no sé dónde, pero sonaba en su cabeza. Sintió cómo esa luz de la que hablan apareció en su horizonte; cómo el alma abandonaba el cuerpo y cómo, solitario, Alonso Quijano hundía con su peso la arena árida.

Retumbó el silencio que con el llanto de Sancho se convirtió en melodía.

Sancho, debimos ser pastores, componiendo poemas acompañados de la música pastoril. Es ésta, Sancho amigo, y es preciosa.”

Acaso ha de ser la muerte de don Quijote un camino sembrado de dudas, las mismas que a Él mismo le abordaron a lo largo de su caminar por su idealismo que algunos juzgarán de locura. Caminar y soñar es la vida y don Quijote, un modelo a seguir.

Sonreísteis y yo, yo me eché a reír: ¿Quién de los presentes me dice a mí que mi muerte no ha de ser bajo una música lejana pero pastoril?

Acerca de Corina

Apasionada del teatro y la cultura (clásica) Un constante devenir entre el hoy y el ayer

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