Hero y Leandro

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Hero recuerda la última carta de Leandro leída sosteniendo su cuerpo inerte sobre la orilla

No creía posible que el amanecer me trajera una desgracia peor que tu muerte. Pero en mi mano temblorosa sostengo una carta que lleva tu nombre, mientras la otra, desfallecida, sujeta tu pecho inerte.

Es posible, mi amada Hero, que tus manos acaricien esta carta pocas horas después de haber acariciado mis labios con esos mismos dedos en una noche más, amiga de ambos.

El mar estaba revuelto y el sol del día no parecía extinguirse para que llegara la noche ni la bonanza de estas aguas de mí se compadecia; y loco de rabia comencé a escribirte esta carta que comenzé por darle mil besos que a ti, de algún modo, te llegaran, con la vista clavada en este estrecho que tanto aborrezco pues de tu cuerpo el mío separa.
Sus olas embravecidas y altaneras me contestan y mi audacia creen poner a prueba. Hero, hoy es mala noche para los enamorados. ¡Pero que digo! ¡Cómo puedo ser tan cobarde! No debe esta debilidad parar mi amor. Sé que al otro lado tu candil me estará esperando, tus ropas secas, tus cálidos besos. ¡Y yo en dudas me debato en cruzar estas aguas cuya ferocidad no alcanza a la mitad de mi amor!

Te reirás y de tus labios una risa refulgente saldrá al leer mis indecisas palabras y riendo tan risueña dirás: «pobre Leandro el animoso», y a tu nodriza enseñarás mis letras y juntas contra mí urdireis bromas mientras tú recuerdas la noche pasada entre mis brazos y cómo al despedirme en tu regazo mi rostro acariciabas.

¡No seas cruel!

Es imposible, aunque el mismo Boreas las azote, que estas olas se interpongan entre tu amor y el mío.

Llegue esta carta cuando al destino plazca entregarla, si cuando ella llegue yo ya he gozado de tu compañía y ella es el mero recordatorio de una dulce noche y el anucio de una nueva.

Retén por un breve rato más tus divinos ojos sobre mis palabras que parecen transpasarlas y clavarse en mi alma, y que en ellos el tiempo surque rápido en su avance como empujado por un viento favorable y antes de que la concluyas sea yo, tu amado Leandro, a quien retengan tus brazos, desfallecido tras la travesia pero de amor henchido.
No ha de frenar esta furia marina a mi furor enamorado.

La noche comienza a tender su capa despacio. Ruge el mar… mas no lo temo aunque en la distancia parezca titilar el fuego de tu lámpara; valiente y audaz es el amor que, aún sin señas, halla siempre el camino.
Quiéreme, Hero, y en la otra orilla recibe solícito mi cuerpo.

Leandro

Alexandra L.

Sexo poético

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​Tus versos se encabalgan
en los decasílabos de mis dedos
en hipérboles gemidos que engarzan
metáforas desnudas
en el asíndeton de tus ojos.

El furor modela de mi generación y tu vanguardia
esta noche que se tiende en la enjaezada rima
de tu contracción vibrante.

El sudor cadente en movimiento descendente,
agotamiento prosaico de epopeya arcaica
en tus pechos danzarines en dímetros yámbicos.

Epilio heroico en anapesto,
inconcluso palimpsesto,
tu piel al roce en húmedos espondeos:
sílabas que se alargan y entorpecen
con la dactílica consorte de tu lengua.

Voz que en grave canta
ronco deseo que desgarra
estrofas paralelas:
recias piernas que se enroscan
al ritmo de tu prisa.

Pierdo cuántas silabas llevamos
en romances, pie quebrados, silvas:
cualquier arte conviertes en maravilla.

Y tu beso lánguido reverso
de esta pírrica danza, báquico ditirambo,
en ebrio sosiego:
tu último espasmo

Alexandra López

La ciencia de lo cotidiano

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La ciencia de lo cotidiano es
dudar si has echado la llave, subir dos o tres peldaños o devolver la mirada
a esos ojos que te miran.
La ciencia de lo cotidiano es
la fuerza de tus labios en mi beso, la presión de la sangre por mis venas
y el vacío sonoro de ese ritmo
que yo me impongo.
La ciencia de lo cotidiano es
que me abraso las manos si me paso
del ángulo correcto de ese grifo,
y la velocidad con la que zarpa el tren dejándome en tierra.
La ciencia de lo cotidiano es
eso que es y también lo que parece,
la voz susurrante y todos los sueños que se alcanzan o se pierden a partes inversamente proporcionales.
La ciencia de lo cotidiano es
conocer de nombre a Vera Rubin, de Beauvoir su segundo sexo
y esos versos a Afrodita.
La ciencia en lo cotidiano es
la sensualidad de lo profano:
ese miedo que agoniza
bajo la firme voz de esta batalla que nos está concediendo la victoria.
Alexandra López

Heroida XXII

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¿Qué puedo escribirte desde este exilio? ¿Qué palabras podrá mi alma encontrar, mi alma también exiliada? Nuestralamtademao amor no lo separa un estrecho sino un enorme abismo y tu nave  no atiende a la antorcha que, en el otro lado, agito nerviosa, como nerviosa acurruco en mis brazos a un niño que ya no existe. Perdóname.

Me paro al final de cada frase y no sé cómo expresarte cada suspiro. ¡Si pudiera mirar tus ojos una sola vez más! Entonces entenderías el vacío imposible de llenar: el vacío de las caricias, el vacío de los abrazos y los besos, el vacío de tu cuerpo sobre el mío, el vacío de tus labios, el vacío…

Ojalá supiera qué decir en cada momento para alcanzar ese corazón de hierro con una débil saeta de mis labios. Hoy sigues sin saber lo que te amo.

Sé que desde hoy, desde este hoy que comenzó hace tiempo, seré tan odiada como incomprendida. Seré el mayor ejemplo de desmedida, de locura, y me juzgarán así todos aquellos que en la intimidad afirman que el secreto del amor es la falta de cordura; todos aquellos que en silencio aman despiadadamente y que jamás se atreven con sus labios a proferir la palabra “amor”, porque suena en ellos muda, silenciosa, estúpida.

¡Ah! Pequeñas se hacen las palabras en mis labios. Aún este idioma es inferior a cada sentimiento, a cada dolor, y sólo sirve para dar noticias vagas. Pueden más decirte mis manos, que se dejan caer sobre las piernas, en un movimiento inquieto. O cada uno de los pliegues de mi vestido ribeteado de fuego en su caer triste, en las ondas por el viento cinceladas sobre mis pechos, en el recogido sobre el hombro. Más pueden decirte los silencios más tranquilos, las miradas más furtivas, el modo de mi respiración…

¿Qué puedo escribirte desde un exilio? ¿Qué palabras podrá mi alma encontrar, mi alma también exiliada? Todo este paisaje en derredor es paisaje dibujado por los dioses que te aman odiándome a mí: soy una pequeña Ariadna dejada en las costas de Naxos olvidada. Todo este paisaje es paisaje dibujado por tus hados y como todos, aún más yo, soy una pequeña mujer dentro de un cofre que zarandean los dioses a su antojo.

La posteridad nunca sabrá de tus mentiras bien urdidas, del enamoramiento bien simulado, de las caricias tan sentidas. La posterioridad solo conocerá a la mala mujer y ese será siempre mi estigma.

Y la Noche me incita a quererte un poco más; y recuerdo tus susurros en mi oído, y oigo tus pasos cargados y tu voz autoritaria. Y veo a Mentira agarrada de tu brazo y tras ella a Engaño. Hoy sigues sin saber lo que te amo.almatadema

Hubo quien me salvó de la muerte física, ¿quién podrá salvar a mi alma? Yo ya ha muerto. Morí en el instante en que tu mano soltó mi mano y tus pies tocaron otro suelo: en ese instante te miré y ya, ya te había perdido; y al mirarme en el reflejo que aquella fuente me ofreció, me vi ya muerta.

¿Qué puedo escribirte desde este exilio? ¿Qué palabras podrá mi alma encontrar, mi alma también exiliada? Perdóname, perdóname porque este amor nunca ha sabido lo que hacía, porque ha roto todas las barreras, porque no había condición que pudiera cumplir. Perdóname porque no he sabido más que quererte sin medida, igualarte a los mismos dioses por lo que ahora no tengo para mí refugio y creo mil fantasmas que me atormentan.

Perdóname, y perdón para mí también, por haberte querido tanto.

Alexandra López

Quebrado el viento

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Quebrado el viento

en las tinajas del tiempo

sobre mantos de hielo

y fuegos eternos,

si yo grito: «No tengo miedo»,

el miedo desde cavernas responde

en su insultante gobierno.

Y en las hebras de invierno

calidad yo empeño 

por oasis en el desierto.

Ya estrecho tu mano

pero a saltar no me atrevo.

Mas dame tiempo que despacio

cadencia de a mis saltos,

compañía en los fracasos

y ten fuerte mi mano…

Si no vuela tan alto

que no te retengan las ruedas

encalladas de mi carro.

Tengo miedo, y en mis miedos,

se quiebra el viento, el sol…

y los tiempos.

                                                                                                           Alexandra López

Han ganado

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Me llego a tu altar, Afrodita Tropeia,

warrior

«Porque ellos han ganado»

como vencido en desigual batalla:

mis fuerzas no pudieron con Orgullo y Egoismo,

atroces guardianes de sus puertas.

En primera línea de batalla, mi diosa,

Amor llenaba la llanura del Desconsuelo:

ancho de espaldas, recios músculos,

mil cicatrices demostraban otros combates

que con él no pudieron acabar.

Luchaba sin escudo, sin yelmo, sin espada;

las grebas arrojadas sobre un matorral.

Fue el primero en caer,

hendida una lanza desde lejos

con dirección certera al corazón.

Aún no ha muerto pero te traigo sus armas.

El escuadrón de las Palabras salió a la zaga

del gran Amor. En sus cóncavos escudos

cargaron su cuerpo ensangrentado retirándolo

del macabro campo de batalla.

Cargaron las lanzas de doble punta

y rozaron en algún punto a Egoismo

que en un momento sobre la arena

flexionó sus enormes piernas.

Arremetió Orgullo, cargado de furia,

que descargando una lluvia de flechas

oscureció el cielo rosado del amanecer.

Cegadas las Palabras fueron acribilladas por las flechas.

Aquí te traigo, mi diosa, algunos de los aquellos dardos.

A Lealtad he mandado ahora, Afrodita,

dudando ya de la conquista por la que otros perecieron.

Ella no perecerá, mas no confío en que se traiga la victoria.

Por ello a ti me llego, diosa de la derrota y del amor,

a tus altares llenos de exvotos de otros perdedores.

Verás inscrita en cada ofrenda la misma frase.

Siento haber perdido lo original de mis versos…

Mas sea también para ellos mi ofrenda:

«A la chipriota Afrodita Tropeia,

en esta mi derrota en el Desconsuelo,

porque ellos han ganado»

Alexandra López

Capitán

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Capitán

Me quedo firme en este barco, Capitán, que a la deriva, en mares aún revueltos, sueña deseos de bonanza en la semilla bien sembrada de tu marcha.

Yo, una simple marinera.
Mas aquel mítico pájaro que al ras del suelo vuela y anida en árboles de ciencia ha de ser, Capitán, mi mensajero cuando suenen cantos de sirena y yo fuerte me amarre al mástil de las encriptadas imágenes que pacientemente desvelamos.
Pero hay que defender la costa; y por el tiempo que el Simurg en mí se pose, si no a volar, a sus primeros pasos ha de aprender, sin olvidar quién le dio las alas.
En la deriva se vislumbra la tierra prometida…
Y si no… sobre la mar sabremos hacer la calma.
Y en el devenir de mares más inciertos, halla la paz de lo sembrado y el misterio fértil del terreno que espera ser cultivado.
Mas habrá de crecer y de volar y de seguir hasta encontrarse, tal vez,
de nuevo en tu camino.
Mas yo me quedo firme, pierde cuidado, del timón a su pie mismo.
Capitán.

Alexandra López

Medea por A. López (extracto)

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Medea_an_der_UrneACTO I – Presentación

Nodriza-Corifeo.- Hubo un tiempo en que cerca del Istmo se alzaba un templo a las Divinidades de la Noche cuyas paredes blanqueaba la salinidad del mar próximo y las hierba sombreaba  sus paredes (…) Ella, en su exilio de las fértiles tierras del Fasis, trajo de los Colcos, junto a la herida abierta del amor y la traición, sus ritos y sus cánticos y se proclamó a sí misma su máxima sacerdotisa (…)

[…]

ACTO V – La Vejez

Medea.- Aquí donde el dolor ya no duele, donde los males han cristalizado y ya no crecen; aquí donde el sol es ya infinito y se vive de los recuerdos… Aquí, aquí la madre ya no existe como, tal vez, nunca existió. Y, en cambio, la mujer sigue gimiendo bajo tu peso y aún me sigo perdiendo en tus ojos insondables como ese mar sobre el que navegué para una lenta y gélida muerte, Parca de mi destino. Aquí el silencio es tan eterno que escucho mis latidos, y el frío es tan frío que retiene los recuerdos pero evita el dolor. Aquí, en la soledad de lo inmutable es el miedo el que se esconde pero yo ya no puedo correr tras él. Aquí es donde se alzan todas las mentiras…

Al fin, decidme, ¿qué conocéis de mí más que los versos de cualquier poeta? ¿Quién se paró a preguntar por la vida de las mujeres?

Aunque a consecuencia de una lamentable ruina me vi suplicante y sola, mi cuna es noble y feliz era solicitado mi tálamo nupcial entonces por los pretendientes que después fueron pretendidos. Todo cuando riega el Fasis, cuanto territorio ocupan las temibles Amazonas con sus pechos descubiertos, todo eso estaba sujeto al poder de mi padre. Para los griegos traje de vuelta a los demás, solo este era para mí… Y este es mi único crimen: el retorno de la Argo.

Solo esto consiguió mi temperamento salvaje: mi mente femenina, engañosa, consiguió engañar a todos y salvarlos, como a los héroes de aquella Argo tantísimos años atrás, aunque la historia ahora me juzgue por las palabras de un hombre engañado y perdido.

Hubo un tiempo en que cerca del Istmo existió un templo dedicado a las Divinidades de la Noche del que yo fui sacerdotisa. Allí los ritos de vida y muerte se confundían entre muertes rituales de dos carneros blancos sacrificados con daga de bronce y mango de plata y quemados sobre piras funerarias…

[…]

Alexandra López. 2015

 

Tus labios

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Que tus labios son mi bálsamo

y el agua pura que limpia mis heridas:

las del alma dolorida,

las de la piel maltratada.

Que tus besos son mi puerto seguro

donde amarro mis barcos

en la tempestad perdida

y donde luce un faro atento a mis desvíos.

Que son tus labios candil en mi sombra espesa,

sol que la niebla atraviesa

en la estación ‘de mí olvido.’

Que tus labios son el punto dulce

de mi sabor amargo,

una isla en el océano:

los labios donde los míos…

nunca morirán secos.

Alexandra López

Dulcinea ha muerto

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Siempre quise ver en don Quijote lo que acaso nunca Cervantes quiso ver: un alma errante, un cuerpo vacío cuando se le despoja de todo bien, un soldado de la vida.

Caía la tarde cuando, juntos como pocas veces nos habíamos encontrado, me instasteis a narrar un final para don Quijote y, paraPlantaUnsplash complicarlo más, proponer una moraleja. Aún no sabiendo si conseguiría algo de valor, comencé:

Allí a lo lejos, una figura, una triste figura, se doblega sobre sí misma. 

Esta luz de la Mancha tiñe de oro su armadura. Qué triste semblante.

Mas, ¿quién es el que acompaña, afligiéndose del dolor del compañero? Señor y escudero o… Nada.

Ya los molinos, inmundos gigantes de antaño, movieron sus brazos por última vez y sus recios cuerpos en roca pura se tornaron.

Allí marchó don Quijote, no muerto, pero sí cuerdo. Su parado corazón hacía pedazos la sangre que, muerta, se helaba en sus venas.

Las figuras, lamentables como sombras errantes y oscuras en la noche, que no se distinguen sino es por los rayos de la luna penetrando entre los árboles -si alguno encuentra en su camino-, callan ensordeciendo al silencio.

¡Había muerto Dulcinea! Su bella Dulcinea del Toboso. Ya no era una mera labradora que encantó su alma con mentiras, encantos, hechizos… Es lo mismo, Él había quedado rendido a sus pies y sus palabras, ahora perdidas en las hondas cavidades de su garganta (quizá más abajo), eran puras, convencidas de su enamoramiento.

Quizá su Dulcinea nunca había vivido. Ya era lo mismo: importaba poco su vida, su muerte o su existencia.

Don Quijote, o simplemente Alonso Quijano, era un noctámbulo en la noche de ideas, amante y maestro, aventurero y cuerdo.

Pudo Montesinos en su cueva fantasmal otorgarle la inmortalidad… Su Dulcinea. ¿Y qué era de ella?, ¿dónde reposan sus… recuerdos? Era imposible que hubiera muerto cuando ella era, labradora encantada, dama virginal (¡qué más da!), quien arrancaba las lágrimas de un feroz caballero (pero ante todo enamorado)

– Señor – diría Sancho – se me ocurre a mí que podríamos parar a comer algo…

don-quixoteGUENTHER49– Sancho amigo, no he leído yo nunca en libro alguno de caballería que un caballero se dé a placeres terrenales, tales como la comida, cuando los pesares de la vida azotan los sentidos. – la siempre apacible y elocuente voz del sabio– Es, Sancho, aunque difícil de entender, más importante el sentimiento ideal. Quiero decir que en este día de verano con rumbo a… no sé dónde; sin aventuras de no sé yo qué tipo… me aflige su imagen, su recuerdo. Es hoy, querido Sancho, cuando el espíritu me gobierna, cuando conozco que Dulcinea no es más que una idea, una locura de la que me enamoré

– Pero señor, si…

– ¡No hay peros que valgan! Basta ya de creerme enamorado, de mentirme con encantamientos, aventuras y molinos.

Molinos, nada más. Don Quijote estaba enfermando y Sancho, su amigo, creía que se estaba volviendo loco.

Murió Dulcinea, reina del Toboso y del corazón quijotesco. Murió sin un beso suave que hubiera dado sentido a don Quijote. Lo arrastraba a la locura más mortal: la razón.

– Paremos un rato, señor. – insistiría Sancho– Está al morir el día. Mañana proseguiremos con los primeros rayos de sol. Descansemos un rato.

Palabras dignas de un don Quijote rejuvenecido. Palabras que retumbaron en el silencio de la Mancha.

Despojándose de su armadura, sin ayuda de Sancho, lavaba sus gastadas armas con sus lágrimas. Desnudo e inerme ante un mundo racional, Alonso Quijano recobra vida, muerto en tanto idealismo y encantamiento.

Dulcinea, Dulcinea, Dulcinea… se ha convertido en el puente de unión entre Alonso y Quijote. Ya a penas distingue a Rocinante y el rucio de Sancho se le antoja ajeno.

Recuesta su esbelta silueta (solo eso) en un árbol que tristemente la abraza. Sus manos temblorosas descansan sobre sus piernas, fláccidas, muertas. Ésta será la última vez que sus ojos, tristes, ahora, después de tanto tiempo abiertos, vean una puesta de sol tan hermosa. Sus mejillas se convierten en el camino por donde las lágrimas alcanzan su fin. Fin. ¿Quién vio jamás llorar a un caballero?

Duele respirar y el viento que lucha contra las hojas envuelve sus miembros. Cierra sus ojos y siente cómo su corazón reposa en las cavidades de su pecho, hinchado por un suspiro que rompe contra su boca cerrada. Como aquellas olas de aquel mar, ¿recuerdas, Sancho?

Sancho, dormido, sueña con ínsulas, reinos, glorias…

Y allí a lo lejos, en los vastos campos de la Mancha, descansan Señor y escudero o… Nada.

Don Quijote, quizá Alonso Quijano, despojado de todo, de todo lo que era suyo de verdad, se dejó caer sobre la tierra. MolinoFARROKH_BULSARASancho oyó el golpe.

– ¡Señor!, ¡Señor!

– Nada, Sancho amigo. Nada, Sancho bueno. Nada

– Pongámonos en marcha

– No, Sancho. Ya no hay nada que yo pueda hacer por estos campos. No, Sancho. Ha muerto Dulcinea y ya todo en mí está muerto. Sancho, hijo, ahora comprendo que no eran gigantes sino molinos, que la labradora no era Dulcinea…

– Sí, estaba encantada

– Los encantamientos no existen, solo existe vida o muerte, locura o cordura, cielo y tierra

La luna se dio por satisfecha y su luz, tan tenue, enfocó el semblante del dolido caballero, sin armas, abatido, cuerdo.

Cerró los ojos dejándose llevar por una música celestial, pastoril, que provenía de no sé dónde, pero sonaba en su cabeza. Sintió cómo esa luz de la que hablan apareció en su horizonte; cómo el alma abandonaba el cuerpo y cómo, solitario, Alonso Quijano hundía con su peso la arena árida.

Retumbó el silencio que con el llanto de Sancho se convirtió en melodía.

Sancho, debimos ser pastores, componiendo poemas acompañados de la música pastoril. Es ésta, Sancho amigo, y es preciosa.”

Acaso ha de ser la muerte de don Quijote un camino sembrado de dudas, las mismas que a Él mismo le abordaron a lo largo de su caminar por su idealismo que algunos juzgarán de locura. Caminar y soñar es la vida y don Quijote, un modelo a seguir.

Sonreísteis y yo, yo me eché a reír: ¿Quién de los presentes me dice a mí que mi muerte no ha de ser bajo una música lejana pero pastoril?